Quien haya leído mi libro, Las aristas borrosas del éxito (enlace aquí) entenderá perfectamente por qué hoy quiero hablar de varias noticias,
todas ellas de similar contenido. Se trata, como he leído en alguna de ellas,
de un caso típico de los que se estudian en las escuelas de negocios sobre la
sucesión en empresas familiares. El asunto tiene, efectivamente, bastante
relación con lo tratado en el libro.
Comenzaré por el final. Esta semana, los medios
de comunicación se han hecho eco de un nuevo capítulo en las disputas entre el
empresario David Álvarez y varios de sus siete hijos. En concreto, con cinco de
ellos, a los que el patriarca apartó de la gestión del grupo empresarial Eulen
hace unos años y que ahora le han devuelto la jugada. Todo arranca en 2009 cuando,
ya siendo octogenario, el fundador del conglomerado decidió casarse por tercera
vez –sus dos primeras mujeres han fallecido- y varios de sus hijos aprovecharon
para animar al fundador a retirarse de la gestión de Eulen. Sus siete hijos son
fruto del matrimonio con su primera esposa, y a algunos de ellos no debió de
gustarles la idea de ver a su padre otra vez rejuvenecido junto a su secretaria
–su segunda esposa también lo era-. Sin embargo, en lugar de atender a los
deseos de sus hijos, el padre hizo todo lo contrario, introduciendo en Eulen
nuevos consejeros independientes y retirando a sus cinco hijos del consejo. Casi
cuatro años después, éstos se han vengado: han vendido sus acciones en Eulen –que
todavía conservaban- a otra sociedad, denominada El Enebro, que el padre creó
en exclusiva para sus siete hijos, por la cantidad de 80 millones de euros. De
este modo, esos 80 millones pasan a formar parte de la deuda de El Enebro, que
abona a los 5 hijos esa cantidad –repartiéndose la nada despreciable cantidad
de 16 millones por cabeza-. Esta semana, el padre se lamentaba públicamente,
acusando a sus hijos de vaciar El Enebro; aunque esta empresa es la propietaria
de varias bodegas –Vega Sicilia entre ellas- y una empresa cárnica, es difícil
precisar cuántos años harán falta para sanearla tras estos 80 millones de deuda.
Mirando sólo unos meses atrás en el tiempo,
encontramos la segunda de las noticias. Otro gran conglomerado empresarial,
Globalia, atraviesa tiempos de incertidumbre accionarial, dado que todos los
accionistas minoritarios están planteando salir del mismo. Entre ellos, los
tres hijos del fundador y presidente, Juan José Hidalgo. Su único hijo varón,
Javier, ya lo hizo a comienzos de año, vendiendo su 5% al conocido empresario
Abel Matutes por entre 20 y 30 millones de euros. Ahora, sus dos hermanas, se
plantean hacer lo propio. Los tres ocupan diferentes cargos en las empresas del
padre. Sin embargo, hasta ahora sólo habían sido públicas las diferencias entre
el padre y su hijo Javier, empeñado continuamente en abrir nuevos horizontes
empresariales alejados de la sombra del padre. Tanto, que en algunos artículos
se habla de complejo de Alejandro. Tratándose de dos personas altamente
extrovertidas, no es de extrañar. Javier tiene demostrada afición a la noche y
a organizar exclusivas fiestas. Su padre es el típico hombre hecho a sí mismo,
que empezó desde la nada, sin estudios, y que ahora es capaz de plantarse a contar
su historia en el Foro Europa, improvisando su discurso –ya que hablar espontáneamente
es lo que se le da mejor, como él mismo reconoce-. Planteadas las divergencias
entre padre e hijo, como digo, el hecho de que también sus hijas hayan decidido
vender es lo que me lleva a incluir este caso en la entrada de hoy.
Por último, un ejemplo algo distinto a los
anteriores, pero igualmente relacionado con el salto generacional: el caso de
la familia Gullón. Aquí, el puesto de presidente lo ocupa una mujer, María
Teresa Rodríguez, viuda del fundador, José Manuel Gullón, fallecido en
accidente de tráfico en 1983. La matriarca ha otorgado su plena confianza al
primer ejecutivo, Juan Miguel Rodríguez Gabaldón, en oposición a los deseos de
sus tres hijos varones –su única hija sí está de su lado-, que llegaron a
retirar los poderes a su madre y a despedir al directivo. Por desgracia para
ellos, su madre recuperó el poder y restituyó al primer ejecutivo, quien además
recibió una indemnización por despido improcedente de nueve millones de euros. La
primera junta de accionistas que tuvo lugar tras estos hechos, a finales de
2010, tuvo que celebrarse en el interior de un coche, el Mercedes de la
presidenta, con el cartel “Junta Extraordinaria de Accionistas de Gullón” en el
parabrisas, y ante notario, ya que el guardia de seguridad impidió el acceso
del vehículo a la sede de la compañía, por indicación de uno de los hijos “rebeldes”.
Los hijos acusan al primer ejecutivo de enriquecerse a costa de la empresa,
mediante diversas maniobras, como comprar unos terrenos adyacentes a la fábrica
para venderlos a la compañía por un valor diez veces superior. Esta maniobra ha
sido defendida por la matriarca, que explicó que el directivo había actuado en
bien de la empresa, asegurando con la compra de los terrenos que la fábrica
pudiera ampliarse en el futuro. La presidenta lleva confiando en el directivo
durante cerca de treinta años, y los números de la empresa no dejaron de
mejorar en todo ese periodo, incluso en los ejercicios 2009 y 2010, después de
los disparatados sucesos mencionados.
Los tres casos anteriores, con todas sus
particularidades, comparten una evidente característica: el desencuentro intergeneracional.
Ya sea entre padres e hijos, padres e hijas, o madres e hijos. Es evidente que
no es el mismo caso el del presidente de Eulen, reacio a abandonar el poder a
pesar de estar a punto de cumplir 87 años, que el de Gullón, en el que la
matriarca, de 70 años, tiene delegada su confianza desde hace más de 20 en el
primer ejecutivo. Sin embargo, lo que me parece más interesante es la negativa
de los cabezas de familia –bien entrados todos en una edad en la que un
trabajador normal ya se encuentra jubilado- a delegar en la siguiente generación.
Y hablamos, en todos los casos, de hijos introducidos muchos años en el negocio
familiar, perfectos conocedores del mismo e incluso con rasgos emprendedores,
como se ha visto en alguno de los ejemplos.
Esta decisión de mantener el poder hasta una
edad bastante avanzada parece una tendencia bastante generalizada, ya que se
pueden encontrar ejemplos similares en otros ámbitos diferentes a la gran
corporación privada. Y la conclusión que saco de todo ello es que estas
personas, líderes incuestionables y de más que probado éxito, acaban aferrándose
tanto a sus logros y a lo que han conseguido que luego les resulta imposible
separarse de ello. Su empresa acaba siendo una parte de ellos mismos, y se
revuelven con furia contra cualquiera –incluidos sus propios hijos- que pretenda
cambiar el statu quo. Alguien podría decir, con razón, que están en su derecho,
ya que se trata de imperios empresariales creados por ellos, en muchos casos a
partir de la nada. De modo que se trata de su creación. Y, con más o menos
acierto, podrán pensar que la siguiente generación no será capaz de gestionar
el negocio igual que lo hacen ellos.
Aunque así fuese, es evidente que estos líderes,
hechos a sí mismos, han carecido de formación sobre gestión empresarial, porque
olvidan uno de los puntos más importantes en la gestión de un imperio:
garantizar la sucesión -sea o no de la propia sangre- y realizar la transición
de una forma lo menos perjudicial posible para la empresa. El hecho de que
estos grandes personajes obvien esa faceta tan importante en un líder, da que
pensar: quizá en el fondo se hayan convertido en adictos al poder, y son
incapaces de cederlo a otro. O, en otra interpretación que veo más verosímil,
quizá se trate del miedo a la jubilación. Se trata de personas que han estado
dirigiendo sus empresas durante cuarenta, o cincuenta años y, llegados a ese
punto, ya no saben –ni seguramente quieran- hacer otra cosa. Pero, dado que
muestran tanto aprecio a su creación, es curioso que no dediquen una parte de
sus energías a asegurar la transición. Máxime, cuando en algunos casos el
patriarca está mostrando claras indicaciones sobre su sucesión; en el caso de David
Álvarez, todo apunta hacia su hija María José, una de las dos que siguen fieles
a su padre. En el caso de la familia Gullón, idéntico caso: Lourdes, la única hija
que ha permanecido del lado de su madre. En mi opinión, hacer una transición
ordenada, tras la cual el patriarca se mantuviera como asesor del nuevo líder, sería
una estupenda culminación a su obra, pero esta parece no ser la idea de estos
grandes líderes.
Por último, algo que también me llama la atención.
Casi sin excepción, estos magnates, a fuerza de emplearse con todas sus energías
en su negocio, han ido descuidando a lo largo de su vida su faceta familiar. Y,
en especial, un rasgo esencial de la relación entre padres e hijos: la
comunicación. Es posible que pensaran que lo hacían en pos de una causa que
consideraban superior, como dedicarse a crear un imperio empresarial. Sin
embargo, vistos los resultados, creo que en muchos de estos casos de
desavenencias familiares, todo puede partir de un problema de comunicación –más
bien, de falta de ésta-. Del mismo modo que puede ocurrir en una familia normal,
sin intereses empresariales, en la que una falta de comunicación hace que cada
uno camine en una dirección diferente al resto, creo que en estos imperios la
desaparición del fundador puede suponer el comienzo del fin. Y todo, quizá, por
un problema de comunicación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario